El diablo es adulador

Miró el número en la pared. Consultó el papel. Era. En el fondo habría querido que la dirección no existiera, o que no fuera un edificio, o que no tuviera puerta o que algo fallara. Pero no, ahí estaba. Prendió uno. No se podía entrar fumando, así que estaba obligado a quedarse afuera hasta que terminara de fumar. Caló despacio, haciendo durar el cigarro. Miró de nuevo el papel. Zsulohay. Lavalle 2020 9 G. Vos andá, boludo, si total no tenés nada que perder. Las palabras de Seragopián sonaron alentadoras, por un segundo. Después pasó. Después el cigarro se acabó, y ya estaba ahí, y el calor de los autos era agobiante y ma' sí, si ya estoy acá, ya fue, entro. En el bolsillo izquierdo apretaba, sin darse cuenta, el último billete de a cien. 

Tocó el timbre, cortito, cabeza gacha. Si no atiende me voy a la mierda. Yo vine, pero si la mina no... El zumbido le cortó la inspiración. Rapidito, empujó la puerta y entró. Un hall enorme, como veinte metros hasta el ascensor. Era enorme, el edificio, pero desde afuera podía uno pasar sin notar que estuviera siquiera, realmente. De los dos ascensores, uno estaba abajo. Sin poder evitarlo, sintió que era un buen sino. Abrió las puertas verdes y subió. Subía muy lento y hacía mucho ruido, como un bufido tímido, y cada vez que pasaba un piso, track-um, track-um, y bajo la luz mortecina, frente al espejo, se acomodó la corbata.
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La mujer esperaba. El humo espeso del incienso velaba todo como densa bruma azul; en ese ambiente, la aparición de un fuego fatuo no habría sorprendido a nadie. Entonces sintió el traqueteo del ascensor y se preparó.

A un piso de distancia, él seguía luchando con su corbata. Para qué carajo me habré puesto corbata. Andá bien empilchado, dijo Seragopián, y yo, como un boludo, vine a ponerme esto, ¿para qué?, si nunca supe hacer bien el nudo. La mina va a pensar cualquier cosa.
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Buscó con la mirada, enfiló para la derecha. Estaba a esto de la puerta, pensando todavía si golpear o tocar el timbre, cuando la puerta se abrió. Ni tiempo de asustarse tuvo, pobre diablo, quedó tieso. Adelante, por favor, dijo ella, y él no se animó a dudar siquiera, y entró. El humo dulzón le invadió los pulmones y la cabeza. En seguida se sintió bien, sintió un fuego de pasión, un repentino amor por la vida, una buena vibra. Es como en las películas, humo, almohadones, trapos de colores, esos cosos —¿cómo se llamaban?—, nada más falta la bola de...

Siento una energía especial, estás muy cargado, dijo ella, con una sonrisa amiga, que él, de espaldas, no vio. Se aflojó la corbata. Ella pasó por su izquierda, se sentó, y con un aire, con una suave brisa, lo invitó a sentarse también.
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Con un movimiento rápido de cabeza —que creyó disimulado— buscó durante unos segundos una silla, una banqueta, algo, hasta que cayó en la cuenta de que debía sentarse en el piso como la mujer. Con pretendida mundanía y una media sonrisa gardeliana, y sin dejar de sostener la mirada de ella, se sentó, aunque lo hizo en dos instancias: primero se puso en cuclillas; luego, algo bruscamente, se dejó caer —o se fue de culo— hasta que quedó más o menos sentado, con las medias de toalla blancas asomando victoriosas antes de perderse en los mocasines. En el trámite, las rodillas desvencijadas sonaron en señal de protesta.

Zsulohay, ronronéo ella, te esperaba. Esa frase lo confundió. ¿Cómo me dice «Zsulohay»? ¿No se llamaba así, esta mina? ¿Entendí mal o Seragopián me anotó cualquier cosa? Gordo cachivache, siempre apurado, ¿por qué no explicará las cosas como se debe, me caigo y me levanto?
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Zsulohay te va a ayudar, no te preocupes, dame la mano, dijo, y él le tendió la diestra sin más. Sintió como un cosquilleo, una electricidad astral, en seguida estuvo dispuesto a creer en todo. El cosquilleo le bajó a la pelvis. La mina tenía las manos suaves, livianas, frescas, pero firmes, con convicción: sabían bien lo que hacían. Quiso mirarla a la cara, pero no pudo. Lo único que me falta es calentarme con esta mina, la puta que lo parió, dame cartas o algo, el gordo no me dijo, loco, aflojá con el dedito, Zsulohay; ¿se llama Zsulohay la mina o el zsulohay es lo de la mano? Turco, la puta que te parió, carajo...

Hay mucha energía acá, ¿eh? Tenés problemas, está claro, lo siento, estás muy cargado... Son problemas con la familia, ¿puede ser? De salud estás bien, salvo por... El corazón, es eso, ¿no? Amor, claro. Un ser querido, o no ser querido... O no querer ser querido... Es confuso... Hay una niebla, un fulgor... Y mientras le amasaba la mano, la miraba, le trazaba líneas imaginarias —y no tanto— con las yemas de los dedos. El humo azul danzaba al compás de las palabras, contentísimo.
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Ya está, tengo que relajarme. No puedo ser tan boludo. ¿Tendría que sentir energía o algo, una fuerza, una cosa así? O visiones. Por ahí, si cierro los ojos veo algo, tengo una revelación, aunque sea pispeo unos colores, qué sé yo... ¡Por qué carajo no explicarán lo que hay que hacer! Me empaquetan, entre esta mina y el gordo...

Cerrá los ojos, poné la mente en blanco. Sentí tu interior. La voz de la mujer era suave, profunda y aterciopelada, y transmitía seguridad. Sin más, él abandonó sus dudas y se dejó llevar por ese sonido envolvente que lo arropaba; un rato después, sintió que flotaba corriente abajo en un río de aguas cálidas y, entre las ramas de un sauce, hallaba un remanso. El agua lo dejaba ahí. Se aflojó completamente. Entonces escuchó el estruendo, un sonoro flato. ¡La puta que me parió!
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Veo aires de cambio, decía justo —creer o reventar— la mina, absolutamente ensimismada, sorbiendo el metano, pero no son buenos. Se puso nervioso; salió del remanso, del río, de todo, ni el pedo importó ya. La miró. Estaba seria. No era joda, el asunto. Le soltó la mano. Le acercó una bolsita de gamuza negra, que sacudió suavemente mientras explicaba. No está claro, necesito ayuda; vas a meter la mano y sacar nueve, sin mirar, y después —sin mirar—, las vas a poner, como prefieras, sobre este paño. Una vez que tocan el paño no las podés mover, cuidado. Concentrate bien, por favor, con cuidado, por favor, y de suave y aterciopelada le quedaba poco a su voz: era llana, seria, tensa, imperativa e implorante a la vez.

Se puso serio él también. Se cagó todo, podría decirse tal vez, pero sería fácil. Se asustó, eso sí. Estuvo seguro, además, de hacerlo mal. Se concentró realmente, y tuvo cuidado, realmente, y metió la mano en la bolsita, y se encontró con unos dados, o piedras, o huesos, de forma irregular. Tomó cuatro, los sacó, los puso en la otra mano y —¡sin mirar!— repitió el proceso con cinco más. Y después, con cuidado, los puso de cualquier modo sobre el paño. La miró. Ella miraba el paño, muy seria. La puta que los parió, aires de cambio y no son buenos, la puta madre que lo remil parió, no te la puedo creer...
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Seragopián me dijo otra cosa, titubeó. Dijo que vos, que usted, perdone, resolvés, resuelve, todos los problemas. ¿Qué es esto de los aires malos?, preguntó en un impulso, y de inmediato se arrepintió: no solo se trataba de una pregunta estúpida, sino que además todavía flotaba en el ambiente su propia fetidez y lo más inteligente habría sido disimular, no hacer hincapié.

La mujer no levantó la vista del paño. Sin mirarlo a él, sin moverse, respondió que no tenía por qué ponerse nervioso, que podía tutearla como antes y que, si bien ella era solo una herramienta de Dios y no podía prometer soluciones mágicas, iban a trabajar juntos para resolver cualquier problema. Como este, agregó, apuntando con un dedo fino el más alejado de los huesospiedrasdados. Seragopián, dijiste, y así se llama el problema, soltó enigmáticamente. Él solo atinó a preguntar si esas piezas eran huesos o qué.
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La mina lo ignoró de plano, no tanto porque le pareció una pregunta pelotuda (aunque le pareció una pregunta pelotuda), sino más bien porque estaba honestamente interesada en el mensaje divino. Seragopián exagera. Yo no resuelvo todo. Yo no resuelvo nada. Soy solo un instrumento de lectura, de ayuda, si puedo; acá no hay soluciones, el futuro es implacable, son fuerzas cósmicas que se me muestran, no se me dan a elegir. Parecía un discurso armado, una sanata, pero la mina estaba muy seria, y el ceño se le fruncía cada vez más. A él también se le empezó a fruncir.

Es un nene. No, un hombre. Cercano. Hay amores y odios. Veo... ¿tenés un hijo? Y el silencio le dio la razón. Es tu hijo, está con vos. Es... Parecía que dudaba, pero no dudaba, estaba nada más tomandose su tiempo para descifrar el mensaje correctamente. Está la muerte. Silencio. Se paró todo. Hasta el humo se quedó mudo, pasmado, atento, aterrado. Hay muerte. Y ahí lo miró, muy fijamente. Y él la miró, y supo que iba en serio, y sintió en la garganta un torrente de angustia. Estás vos, con tu hijo, y uno de los dos va a morir.
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Sintió ganas de levantarse e irse, de gritar, de abandonar el planeta. ¿Le va a pasar algo a Adriancito, mi pibe?, dijo apenas, con las cuerdas vocales anudadas. A él o a vos, respondió, implacable, ella. Lo veo así: están juntos, ustedes dos, y uno se muere. Pensó en Adriancito y se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía qué preguntar, qué hacer, qué esperar. El silencio denso, cortado apenas por el  remoto traqueteo del ascensor, le resultó atronador. Entonces se le ocurrió algo, una idea como un cuervo negro picándole el cerebro.

Pero antes dijiste que el problema era Seragopián. ¿No será él el que se muere?, arriesgó. No, fue la respuesta de ella. Él está, pero sigue vivo. Lo veo claramente. Y, de hecho, ahora mismo... Sí. En este momento, Seragopián está con tu hijo, ¿no?
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Sí, iban a la cancha, pero no entiendo, no, Adri... No, no, pero pará, pará, no puede, paremos la pelota, no... Entró en un túnel oscuro y húmedo, todo daba vueltas, no podía pensar, no podía ver, y a duras penas podía respirar. Además el gordo, qué tiene que ver el gordo, no entiendo nada, no, me estás jodiendo... Se agarró la cabeza para que dejara de girar. En vano. Estuvo a punto de revolear a la mismísima mierda las piedras, huesos o lo que carajo fueran, esto es todo una pelotudez, dejate de joder, Zsulohay las pelotas, pero el grito de la mina lo ubicó como un cross de derecha. ¡No! ¡No toques nada! Te tenés que serenar, empezó ella, veo que...

Aparte no, pará, oíme, pará, además vos me decís que nos ves juntos, que mi pibe o yo, la puta que lo parió, y yo estoy acá, ¡¿juntos de qué?! Él o yo y yo estoy acá y Adrián está con el gordo, no puede ser, explicame porque no entiendo nada, te das cuenta, no puede ser, ¡decímelo todo, dale! Era un torrente de angustia, una miseria espesa, era cualquier cosa, y aunque hubiera dicho cualquier otra cosa, o ninguna, en sus ojos —ahora clavados muy hondo en los de ella— se veía una sola cosa: pavor.
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Tranquilizate, por favor. Te quiero ayudar. La voz de la mujer era otra vez profunda, como si llegara desde el fondo del tiempo, y su efecto era sedante. El hombre dejó de temblar y se quedó tieso, con los ojos muy abiertos, enorme muñeco huérfano de ventrílocuo, a la espera de las palabras mágicas, de las sílabas que cambiaran su vida, de la solución final. A su modo, sintió que Zsulohay concentraba todas las sabidurías de la eternidad.

Seragopián y tu hijo están juntos ahora, y vos, acá. Nadie corre peligro, ¿entendés? Pero en algún momento —esta tarde, de hecho, ¿no es cierto?— vos te reunirás con ellos dos, dijo la mujer. Entonces su voz cambió: se volvió sólida, maciza, definitiva; fue como si Zsulohay dejase su lugar a alguien más: A partir de entonces, la muerte, que ahora está latente dentro de tu hijo y de vos, florecerá en un corazón. En cuanto a Seragopián, ¿qué decirte? Solo que el diablo es adulador. Te perdona los errores.
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Pero, pero, quiso decir, pero no; así como ella cambió, y fue sólida y definida, así, sin quererlo, sin saber cómo, así fue él, de repente. La pieza más pequeña y más fundamental de esa maquinaria diabólica se le acomodó, y todo tuvo sentido, todo estuvo clarísimo entonces. Maquinalmente, sin prisa pero sin pausa, se levantó, la mirada todavía fija en la mina. Sacó sin mirar el billete de cien que llevaba en el bolsillo, y lo apoyó en la mesa, sin desviar la mirada. Y así, sin más, se fue. Estaba muy nervioso, pero no lo notaba. Si hasta se olvidó de fumar...

Bajó del subte y miró el reloj: tenía tiempo todavía. Caminó a la esquina de siempre. Ya no pensaba, ya no sentía. O sí, pero no lo sabía. Llegó a la esquina y esperó. Las hordas desfilaban siempre por Monroe y Congreso, por eso preferían Iberá. Esperó, con la vista en lontananza y la mano en el bolsillo. Entonces, bien lejos, le pareció adivinar la figura del pibe. Por un segundo le faltó el aire, y le flaqueó el alma, pero en seguida se recompuso. Sabía qué hacer, y estaba decidido. No había opción ni nada que pensar. Se acercó, entonces, a su encuentro, ansioso por liberarlo a Adriancito. Llegó al paso a nivel al mismo tiempo que ellos, ya fuera por obra de Dios o del diablo. Los vio pararse y saludar, uno con la mano, el otro con la cabeza, apenas. Y los miró, y vio que el pibe sonreía, y mostraba la camiseta con orgullo, y le hizo una mueca, y lo miró al gordo, y el gordo lo miró, y entonces vio —o le pareció ver— un brillo especial en el blanco del ojo izquierdo, y entonces no pudo más, y dio el primer paso para ir a su encuentro. Justo cuando —por obra de Dios o del diablo— pasaba una formación del Mitre.

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