Puede pasar

Café, dijo, de mala gana. ¿Puede ser que pida siempre café y le traigan siempre cortado? Cuando se estiró para devolverle el asunto al mozo sintió el culo de la Beretta en la cintura. Hacía un calor de los mil demonios, pero no podía sacarse el saco. Casi sin querer apretó el maletín con la pierna, como si necesitara confirmar que ahí estaba. Miró por la ventana. Su reflejo se mezclaba con el paisaje. Se arregló el pelo. Tenía que cortarse el pelo. Pasó un gordo en ojotas, y después una chica linda, y entonces justo llegó el café. Vino con una masita y un vasito de agua. Le puso uno de azúcar. Vio que era de esos que traían mensaje: «La contradicción es el mejor camino a la verdad». No estuvo seguro de entenderlo, pero, por si acaso, lo guardó en el bolsillo del saco.

Iba a pedir una de grasa (seguro de que le traerían una de manteca) cuando una ráfaga de aire húmedo y caliente lo hizo mirar hacia la puerta. En seguida se olvidó de la medialuna.
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La chica pasó como una exhalación fragante, flagrante, definitiva. Se dirigió a la barra y, con confianza, como repitiendo un gesto ensayado una y mil veces, se inclinó sobre el estaño para susurrar algo al patrón. El gallego, bonachón, señaló el teléfono con una mueca algo boba, semejante a una sonrisa. Ella le sonrió —¡eso era una sonrisa, sin lugar a dudas!— y, con una leve inclinación de cabeza, acomodó el tubo sobre su hombro y empezó a discar, con gran lentitud, los números que llevaría anotados en el papel que desdobló su mano derecha.

Del gordo en ojotas no había noticias, por suerte. Pero sí había dos tipos nuevos. No sabía de dónde habían salido, cómo habían llegado; se había distraído un momento y de repente estaban ahí, a tres mesas de distancia, como si hubieran brotado de las sillas, blanquecinos como si necesitaran agua y luz, lúgubres como álamos. Llevaban anteojos negros y era difícil saber en qué dirección miraban.
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Volvió a apretar el maletín con la pierna, casi sin querer. Casi. Un poco quería. Querría haber tenido los lentes puestos, también; los miró, apoyados contra el servilletero, y se recriminó. Vio que el mozo se acercaba a tomarles el pedido y volvió a pensar en la medialuna. Se recriminó. Sintió el sudor empaparle la espalda. Estaba inquieto. Miró a la chica, y le pareció que de espaldas no estaba tan bien como de sonrisa. Estuvo a punto de recriminarse, pero justo en ese momento un camión enorme cruzó la avenida y se robó el sol. La repentina oscuridad lo sobresaltó. Como un resorte giró la cabeza hacia la ventana, comprendió lo que pasaba y se sintió aliviado. Se recriminó por estar tan susceptible. Debía serenarse.

Metió la mano en el bolsillo interno del saco y miró, como quien no quiere la cosa, a los fulanos. Recostados sobre la pared, petrificados, los lentes fijos en lontananza. Retiró la mano lentamente, hasta revelar la lapicera. Haría unos garabatos para aplacar la ansiedad. Aprovechó que ya tenía la mano cerca y miró el reloj. Faltaban tres minutos. Miró a la chica, y entonces ella lo miró. Hacía un segundo buscaba al gallego con la mirada, pero no lo había encontrado, y ahora miraba rápidamente alrededor. En un segundo lo miró a los ojos, y en seguida su mano, y luego los ojos, de nuevo, y mientras hacía un gesto apurado, clarísimo, inconfundible. Comprendiendo todo, le devolvió el gesto alzando la lapicera, ofreciéndola. Ella le sonrió, apoyó el tubo en la barra y se apuró a la mesa, con la mano estirada.
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—Gracias —dijo la chica con una voz inesperada, pero que estaba tan bien como su sonrisa. Él iba a decir que de nada o alguna otra formalidad, pero solo atinó a abrir la boca—. Ya se la devuelvo, señor —llenó el silencio ella, ya de espaldas, de regreso a la barra y al tubo en espera.

La chica debía de tener más o menos su edad, pero lo había llamado señor: definitivamente, tenía que cortarse el pelo. Y afeitarse. Entonces pensó cuánto le gustaría liquidar el asunto pronto, en lo posible antes de que ella volviera a acercarse a su mesa con la lapicera, para proponerle algo, no sabía bien qué. Salvarla, salvarse. Lo que fuera. Pero otra vez se había distraído. Miró su reloj. Ya era la hora.
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Instintivamente miró la puerta, que justo en ese momento se abría. Un destello de luz asesina le inflamó la retina. Era ella. Indiscutiblemente era ella. Tenía que ser ella, no había dudas. Llevaba lentes de sol. Volvió a sentirse desnudo. Sin darse cuenta, se enderezó y volvió a sentir el calor de la Beretta. Eso lo tranquilizó, apenas. No supo si pararse, o hacer una seña o no hacer nada. No hizo nada, porque ella ya estaba acercándose a la mesa, decidida.

Acarició el maletín con el tobillo y echó un rápido vistazo a los fulanos. Sonreían, pero no lo miraban. O tal vez lo miraran, imposible saber con esos lentes de mierda... Miró a la barra y vio que la chica ya había colgado y venía para la mesa, papel y lapicera en mano, y la vio doblar el papel y metérselo en el bolsillo de atrás del jean, y la vio levantar la cabeza, y entonces le pareció que se frenaba un segundo y reprimía una mueca. Le pareció.
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La mujer se sentó en su mesa con aire mundano. Apoyó los anteojos y, con un gesto imposible de describir, llamó al mozo sin dejar de mirarlo a él. Él no la miró: su brillo le resultaba desagradable. Además, desde antes, desde siempre, su atención estaba con la chica turbada que se acercaba con una lapicera colgando de la mano.

—Arce —afirmó la mujer, como el saludo de quien no saluda, para luego ronronear—:  ¿Cómo estás, pichón? —Entonces, sin esperar respuesta, dejó sobre la mesa un gordo sobre de papel madera que parecía a punto de estallar.
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—Muchas gracias —dijo la chica con una (otra) sonrisa, y le pareció que por un segundo la miraba a Ágata. La miró para ver si la miraba, para encontrar algo, para hacer algo, para algo. Ágata lo miraba a él, no a la chica. Sintió que la mirada lo calcinaba y volvió a mirar a la chica, que ya se iba.

—Ágata, ¿cómo estás...? —dijo, emulando una película en blanco y negro, y apuntó al entrecejo, seguro de que no podría sostenerle la mirada. Pensó qué hacer, y no supo, y pensó en apurar todo y terminarlo cuanto antes, y en seguida se recriminó, y entonces —¡justo!— llegó el mozo, y Ágata pidió una lágrima, y entonces Arce aprovechó para, subrepticiamente, relojear a los fulanos. Ya no reían.
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Los tipos de la otra mesa tenían algo de roedores, pensó, o de felinos —quizá cierta nocturnidad—, y se le ocurrió, sin saber por qué, que, atentos al más mínimo movimiento de sus vibrisas, debían estar advertidos de lo que fuese que estuviera sucediendo en su mesa, de Ágata, de él mismo, tal vez hasta de la Beretta. También hay aves con vibrisas, recordó, aunque estos no tenían nada de pájaros. Pero la contradicción es el mejor camino a la verdad: quizá fuesen pájaros, pese a todo. Pájaros insectívoros, desgreñados, de un blanco sucio. ¿Y él qué sería? ¿Y Ágata? Fue el nombre. Entonces, de repente, la vio y volvió a la realidad más necesaria. Ella movía la boca, había estado hablándole, y él alcanzó a escuchar el tono con el que terminaba la frase. Era de interrogación. Le había preguntado algo.

—Perdón —atinó a decir. «No te escuché», iba a agregar, pero en cambio, inesperadamente, dijo—: No puedo.
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Quiso sostener la mirada, fulminarla, meterle el «no puedo» a los golpes, ser omnipotente, un chulo, un caporegime, un poronga, pero no pudo nada de nada, y bajó la vista, servil, mugriento, pusilánime. Un boludo, como quien dice. Pero con dignidad, eso sí. Total, después de todo, no sabía ni qué era lo que no podía. Disimuló la finta con un sorbo de café. Era una mierda, ese café, la verdad.

—¿Perdón? ¿«No puedo»? Dale, mequetrefe, no te pases, que si me río me arrugo —dijo, realmente animada, como quien sigue la chanza, pero hasta ahí; y ni reparó en la chica, ni en los fulanos.
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—Te estaba probando —dijo él sin convicción, con la expresión más insondable que pudo fingir. Antes de eso, por un instante había barajado la posibilidad de decirle que había sido un chiste, que todo era un chiste, que él era un chiste. Cambió de idea y optó por esto que terminó diciendo, aunque no se lo creyó. Y luego, como un latigazo, por fin—: ¿Qué tengo que hacer?

—Es fácil, pichón. —Sonrió, floja, ella. De verdad se arrugaba—. Una transacción de todos los días. Algo a cambio de algo. No sé qué es lo que te habrá dicho Yandemián, pero vos le llevás esto —Sus finos dedos manchados, apoyando lo dicho, deslizaron sobre la mesa el sobre de papel madera, que quedó junto al pocillo vacío de él— y yo me llevo ese maletín que tenés ahí... —Ágata se ladeó apenas y miró debajo de la mesa. Las piernas de él y nada más. Su voz fue, por primera vez, insegura—: Perdón. Cuando entré me pareció ver que lo tenías ahí, pero me pareció mal... —y agregó, ya con otro tono—: ¿Dónde está?
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Sintió inmediatamente la gola inundársele de adrenalina, y la espalda, de sudor. Sintió un fuego helado recorrerle las venas, y todos los músculos aflojársele. Sintió también la Beretta. Quiso sentir el maletín y apuró el tobillo. Nada. No estaba. Como un latigazo, se echó hacia atrás y miró el —entonces vacío— resquicio entre la mesa y la pared. No estaba. Habían fallado las vibrisas, el pájaro era el maletín y había volado. Si todo hubiera sido una novela de la tarde, habría pensado, acongojado: «¡Esto no puede estar pasándome a mí!»; si hubiera sido una película ibérica barata, habría pensado, acojonado: «¡Me cago en la puta mierda!». Pero no era ni lo uno ni lo otro, sino más bien un refrito clase B, un western rechupado, un sábado de superacción.

—¡¿Adónde está el maletín?! —chilló, como un perro al que le pisan la cola. Y esto mientras sudaba mucho, y el corazón le latía muy rápido (aunque no con mucha fuerza) y miraba a los cuatro costados, moviendo erráticamente la Beretta, que en un segundo había desenfundado, mientras —en un solo movimiento— se había parado y había empujado la silla hacia atrás (estuvo a punto de caerse y arruinar todo el dramatismo). Tenía el brazo bien extendido, y donde apuntaba la cabeza, apuntaba la pistola—. ¡¿Dónde está el maletín, carajo?! —rugió, pueril.
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—Oiga, señor. Tranquilo, no se ofusque. Este es un lugar familiar. Baje eso, por favor, y entre todos lo ayudaremos a encontrar en un santiamén lo que ha extraviado —dijo el gallego, desde el estaño, con las manitos levantadas de forma conmovedora.

—¡«Extraviado» un carajo! —gritó Arce—. El maletín lo agarró alguien, y más vale que aparezca porque empiezo a preguntar a los tiros. —Con esta última sentencia, miró la mesa de los tipos. Caras de nada, de jabón de lavar la ropa, gesto impasible. De reojo, vio que Ágata los miraba también.
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De repente entendió la estupidez que acababa de hacer, lo pusilánime que era. Temió (¿supo?) que, como lo sabía él, lo supieran todos. Hasta la Beretta debía de saberlo, ahí alzada, pidiendo por favor que la relevaran de esa mísera comedia mal habida. El corazón le dio un vuelco, y después otro, y todo muy rápido, y pensó en dejar todo, en entregarse, no a los tipos, ni a Ágata ni a Yandemián, no; a la vida, directamente, si total... Pero no se podía, no. Si había llegado hasta ahí, seguiría. A su favor tenía, aunque más no fuera, la Beretta, ¿o no?

Y eso fue un segundo, y ese segundo fue el primero. Hubo silencio. Y cuando iba a empezar el segundo siguiente (y entonces Arce hablaría de nuevo), el fulano —un fulano— se levantó, con mucha —mucha— calma, y caminó lento —bien lento— hacia Arce. Como un pichón aterido, Arce le espetó la italiana. El fulano no se mosqueó. La Beretta tembló, apenas. «¡Quieto o te quemo!», iba a decir, pero ya tenía al fulano encima.

—No hay por qué ponerse así, querido amigo —dijo el fulano, inclinando levemente la cabeza—, baje eso, haga el favor. Ahí está su bendito maletín... —Y estiró el aire, cansino.
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Debajo de una silla, a dos mesas de distancia, yacía el maletín como si alguien lo hubiese pateado inadvertidamente. En el arrastre había dejado, se veía, una prolija huella en el suelo roñoso, una brecha en la histórica capa de polvo y pelusa, indubitable, como la que abriría un transatlántico al atravesar un mar congelado. Arce se abalanzó sobre el maletín y en cuclillas, abrazado al cuero con la pistola aún en la mano, escudriñó a todos desde el piso con la mirada de un gato acorralado. Solo por un momento. Apenas eso duró el silencio.

—Arce. Venga. —Ágata no lo llamó: se lo ordenó.
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Supo en seguida que suprimir el tuteo era mal sino. Supo en seguida que, para decirlo con todas las letras, la había cagado mal. Todo esto lo pensó mientras —todavía— miraba a la audiencia y apretaba la Beretta. La voz de hielo de Ágata le perforó el pecho, y sintióse desfallecer, como el Titanic. Sintió la sangre helársele, el pulso flaquearle, el sudor empaparle. Comenzó a pararse. El fulano no se movió. El gallego no bajó los brazos, pobre diablo, todavía obedecía. Su vida de mierda era obedecer, hacer lo que los clientes quisieran, dijeran, mandaran. Qué miserable era ese pobre gallego de mierda. Él, en cambio..., se levantó, de a poco, con miedo, con pereza, con vergüenza, pusilánime. Como un ratón que robó un queso, seguía aferrado al maletín. Guardó la italiana y se sentó. La mirada gélida de Ágata lo congeló en su lugar.

—El maletín —dijo, y no hubo lugar para nada más. Sintió mil colores embargarle la cara y el semblante claudicar. Apoyó el maletín sobre la mesa, con dolor, y lo arrastró, temeroso. Le pareció que la vieja se arrugaba. Le pareció.
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—Perdone... —se interrumpió Arce. No supo qué decir y se dio cuenta de que con una sola palabra, con ese perdone, había perdido todo lo poco o mucho que hubiera podido construir. La soltura impostada, el falso don de gentes, la seguridad ficticia, no importaban, tal vez no hubieran importado nunca: pedía perdón a Ágata, la trataba de usted, y demostraba de una vez y para siempre quién mandaba.

La mujer no dijo nada. Ni lo miró, siquiera. No le interesaban las explicaciones. Ella se limitaba a tomar lo que necesitara y a hacer lo que tuviera que hacer sin preocuparse por los motivos, las razones ni las justificaciones de los demás. Todas las personas del mundo estaban para servirle, y tenía la certeza de que tarde o temprano las usaría a todas y cada una de ellas. Con un cansancio infinito, entonces, empujó su sobre por última vez, tomó el maletín y, sin más, dio media vuelta y encaró la puerta.
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La vio alejarse por la calle, entre el ruido, como si nada, como si nadie. Quiso mirar a los fulanos, pero no se atrevió. Seguían ahí, lo sabía. Quiso acomodarse el pelo, al menos, pero ni eso pudo. Inmóvil, miraba la mesa, el piso, el infinito infernal. En un momento, en algún momento, tendría que levantarse, moverse, mostrarse, salir, enfrentar al mundo, las miradas, la vida de nuevo. Tendría, después de todo, que llevarle el sobre a Yandemián. Respiró hondo, y quiso pedir la cuenta; y entonces sintió una sombra acercarse. Esta vez no se sobresaltó.

—Tuvo un día difícil, caballero; está bien, a todos nos pasa, no se preocupe —dijo el gallego, honestamente amable—. Tenga, la casa invita. —Dijo esto con una sonrisa sincera y amplia, a la vez que deslizaba frente a la vista de Arce un cortado y una medialuna de manteca.

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