Los días de la rabia

El viejo cerró la puerta con llave. Como un autómata, apoyó el sombrero sobre la cómoda y, siempre entrando, como si todo formara parte de un único gran movimiento, dejó caer el saco en el sillón raído de pana verde y comenzó a remangarse la camisa arrugada. Se detuvo. Abriendo los ojos, extrañado, como quien acaba de despertar, volvió sobre sus pasos y corrió el pasador. No quería ser molestado, y ese pequeño gesto se le antojó definitivo.

Se derrumbó en la poltrona ante su escritorio y se sirvió un vaso de escocés. Lo tomaba solo. Apoyó el vaso junto a la máquina de escribir, puso una hoja de papel, encendió la radio y un cigarrillo y, olvidándolo todo, se puso a beber, a grandes tragos, directamente de la botella. Cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, hizo a un lado la botella, se calzó entre los labios el cigarrillo, que agonizaba en un cenicero desbordante, y dejó pasear los dedos sobre el teclado. No escribía: lo acariciaba. Era un acto de amor. Pero tenía que empezar. Para no deshonrar el vaso de escocés que se había servido, lo liquidó y, luego de hacer sonar sus dedos, escribió:
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«Un hombre puede volverse malo en un segundo. Un hombre puede dejar de ser un hombre en un segundo. Puede morir en un segundo, y vivir en un segundo toda su vida. Todo puede desmoronarse en un segundo, en un instante, aunque haya llevado una o más vidas construirlo. En un segundo nace una idea, muere una persona, llega un niño al mundo, un perro viejo cierra sus ojos, una bala atraviesa un pecho, una palabra destruye un corazón, una mirada llena o vacía un alma, una enfermedad mortal se aloja en un cuerpo, una cachetada destruye un orgullo, un aroma revive mil imágenes, un orgasmo; todo en un segundo, en un instante, tal vez incluso menor que un segundo.

»Todo eso, y mucho más, en un segundo. Y de esos caben sesenta en un minuto, tres mil seiscientos en una hora, y quién sabe cuántos en una vida. Infinitas oportunidades nos acechan, es un milagro que logremos sobrevivir a tantas. Mas un día, un buen día, sin ningún motivo particular, en un instante, se abren las puertas del infierno, se vuelve todo negro y húmedo, pesado y denso; nos invade el odio o el dolor, el rencor o la miseria, la incertidumbre o la certeza. El mundo alrededor, estúpido, suele no enterarse de nada.
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»Esos segundos no son inocentes. Al contrario, están llenos de rencor, están teñidos de odio, están cargados de muerte. No es que transcurren sin más, sin dejar huella: dejan surcos por donde pasan, y donde pisan no vuelve a crecer el pasto. No vuelve a crecer nada, de hecho. Solo florece la rabia.»

Rabia, punto. El viejo estiró la mano derecha hacia el cenicero y con la izquierda se tocó la cara. Fue un gesto mecánico; lo hacía frecuentemente al escribir, como un modo de frenar el fluir, de no dejarse llevar por la corriente río abajo, de impedir que el agua lo llevase adonde nunca quiso ir. Pero también le sirvió para notar su humanidad, su barba mal afeitada, su pelo desgreñado, sus rasgos devastados. Se sintió entero a pedazos.
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Miró la hoja, releyó más con la mente que con los ojos. Dudó, como siempre. Miró el tercer párrafo con recelo. Dudó. Se entregó: al demonio con todo, la escritura sale como sale, es como es. Con rabia, si es necesario. Que duela, si es necesario. Entero a pedazos, pensó. Se acarició la barba un poco más. Una barba, entera; muchos pelos, pedazos. Como un perro viejo, pensó, que en un segundo cierra sus ojos. Como un perro con rabia. Se dio cuenta de que razonaba como un ebrio, como lo ebrio que estaba.

Estiró la mano y agarró la botella por el cuello. La besó con furia, y del mismo modo la alejó. Alejó la mirada de todo, como negándose a un pensamiento intempestivo. En un segundo dudó mil seiscientas setenta y pico de veces, y en un arrebato, con un movimiento rápido y torpe, manoteó el tubo del teléfono. Escuchó el monótono quejido. Volvió a dudar y, tras el mismo proceso, discó, y sintió que el disco tardaba una eternidad y media en volver a su sitio. Cuando hubo discado el último número miró el disco fijamente, y escuchó el silencio previo a que se estableciera la llamada. Entonces, después de un segundo, el tono de llamada. Antes de que terminara, colgó violentamente, y se desplomó en el asiento.
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Pensó que nada tenía sentido, que las cosas sucedían sin motivos, sin razón, sin explicación alguna. Se enderezó en la poltrona y lo atravesó el lumbago, que cruzó su cuerpo como un rayo y terminó, como una explosión dolorosa, en su cabeza. Se sintió viejo y cansado. Con los ojos cerrados por el dolor, por el sueño, por la borrachera nueva, dejó que su mano derecha tanteara sobre el escritorio el camino hacia el primer cajón. En la exploración, se quemó un dedo al hundirlo en la ceniza caliente del cenicero, y en el movimiento de alejar la mano, tiró el cenicero y el vaso. El ruido del vidrio estallando sobre el piso de madera alimentó el dolor de su cabeza, que ahora sentía latir. La mano dio, finalmente, con el cajón. Lo abrió. Dentro descansaba la vieja Luger.

Abrió los ojos. La visión de la pistola lo enfermó y cerró el cajón con violencia. Levantó el tubo del teléfono. Intentó discar otra vez, pero la mano no le obedecía y colgó estrepitosamente, con un quejido de la campanilla, el viejo armatoste negro. «Si he de morir, que sea escribiendo», pensó. «Aunque ya no me queden palabras.»
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Volvió al papel, a la máquina, al teclado, a las caricias. Un nuevo beso, a la botella, y otro cigarrillo. Volvió a mirar el papel. Miró en derredor. La realidad es que no hacía más que posponer el fatídico momento en que no tendría más remedio que echar mano a la escritura o al cajón, o tal vez, incluso, al teléfono, por mucho que le costara. Del fondo del escritorio, de entre unos papeles viejos, como todo ahí, sacó un cenicero de lata robado de  El Fortín, el viejo refugio de la esquina del pasaje Zagardúa. Apoyó el cigarrillo, le dio dos golpes al retorno y escribió:

«Yo recuerdo bien, lamentablemente, ese día, ese instante, en que me volví malo para vos, para mí, para todos. Me pregunto si vos sabrás también. No importa, ¿qué más da? Recuerdo tu sonrisa, y el sol de la tarde espiando por la ventana, y el polvo flotando en el aire. El polvo... Tal vez todo haya sido culpa del polvo, y nada más, solo del polvo...»
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Dejó caer las manos, muertas, a los lados. Se sintió vencido por el hastío, por los mil hastíos distintos que no eran otra cosa que el mismo, siempre el mismo. Sin pensar en nada más, se irguió, recibió la nueva —aunque previsible— puñalada del lumbago y, con los ojos llenos de lágrimas, caminó hasta la biblioteca desvencijada y eligió, tras acariciarle levemente el lomo, un libro: Moby Dick. Lo abrió por la mitad y, con cascada pero aún hermosamente poderosa voz de tenor, declamó para nadie:

«¡Oh, hombre, no mires demasiado tiempo a la cara del fuego! ¡Nunca sueñes con la mano en la barra! No vuelvas la espalda a la brújula, acepta la primera indicación del timón que tironea; no creas al fuego artificial, cuando su rojez hace parecer fantasmales todas las cosas. Mañana, al sol natural, los cielos estarán claros; los que centelleaban como demonios entre las llamas bífidas, por la mañana se mostrarán suavizados de un modo diferente, al menos más suave; el glorioso, dorado y alegre sol es la única lámpara sincera: ¡todas las demás son solo embusteras!»
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«¡Sí, eso es!», pareció gritar una voz muy dentro de sí, pero antes de que pudiera escucharla se había apagado, como ese aroma que apenas empieza a evocar imágenes se ha ido, o esa imagen que, antes de evocar sensaciones, es refrenada. Fue un segundo, un instante, nada más. Tal vez había esperado encontrar algún conforte, pero, en lugar de eso, se encontró con un aluvión de imágenes, con el Pequod naufragando, con un remolino que todo lo chupa, con la furia de la bestia blanca y la rabia del capitán Ahab.

El torbellino de imágenes se fundió en una imagen única, la de Ishmael naufragando, solo, a la deriva, en la noche. La semblanza fue obvia incluso para él, que estaba ebrio y abatido. Volvió a la poltrona, y tuvo el instinto de volver al escocés y los cigarrillos, pero los miró con desdén —ni siquiera con odio— y se dispuso a teclear de nuevo. Como un rayo que cruza la noche, un impulso lo llevó a estirar la mano para agarrar el tubo una vez más. Y lo habría hecho, de no ser porque un segundo —un instante, apenas— antes de que su mano llegara, el endiablado aparato quebró su lánguido silencio con un fortísimo tronar de campanillas.
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Si no hubiera bebido tanto, si no hubiese estado tan cansado, si no fuera tan viejo y no tuviera tanto dolor, lo habría pensado un instante y probablemente habría decidido dejar el teléfono sonar hasta que sobreviniese el silencio. Pero el viejo estaba aturdido y actuaba por impulsos. No sabía por qué hacía lo que hacía. Estiró entonces la mano derecha, repentinamente, como un latigazo, y levantó el tubo. El auricular dejó salir la voz de su hija, esa voz tan ansiada y tan temida.

Se sintió el capitán Ahab, dispuesto a arponear la gran ballena blanca.
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«¿Hola...?», dijo Regina, por segunda vez, al notar que del otro lado había solo silencio, pero con la certeza de que detrás de ese silencio estaba su padre. Aguzó el oído y apretó el tubo más aún contra su oreja izquierda, mientras con la mano derecha daba nerviosas vueltas al cable, sin darse cuenta.

Ahab sintió de repente el aire de la mañana fría bañarle la cara, calarle los huesos, y la calidez del sol henchirle el alma, y se sintió todopoderoso, invencible; se le pasó en un instante el lumbago, la borrachera, la depresión, la sordidez, todo. Entonces abrió la boca para decir algo (para decirlo todo), y una ola de miedos e inseguridades lo azotó por estribor, le hizo perder el equilibrio —y habría caído al mar de no haberse aferrado con la diestra a la poltrona—, le nubló la mente y le llenó la boca de espuma y rabia. Finalmente, mientras resbalaba, una voz ahogada dijo: «Hijita, yo...».
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«¿Papá? ¿Estás bien? ¿Qué pasa ahora?», preguntó Regina, sobresaltada. El viejo se sintió humillado. Evidentemente, su voz era más reveladora de lo que esperaba, más que lo que él mismo sabía. El lumbago le asestó otro latigazo. Otra vez se le anegaron los ojos, de nuevo se sintió muerto.

Ahora. Esa palabra, elegida por su hija para cerrar la frase, le cayó encima con todo su peso. No era inocente. Regina lo sabía, y la había escupido con infinito cansancio. Su hija lo despreciaba y no supo qué responder.
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Quiso hablar, pero tardó demasiado, y el silencio se extendió hasta el límite de la paciencia de Regina, que antes de que él pudiera darse cuenta arremetió sin pensar, desordenada, imparable, impiadosa, como una turba, como una ballena blanca: «¿Estuviste tomando? Estuviste tomando de nuevo, siempre lo mismo. ¿Ahora vas a empezar de nuevo con lo mismo, otra vez dale que dale? ¡Te llamo para hablar bien, un ratito, y en seguida un problema, siempre lo mismo, que quejas, que llanto, que depresión, siempre lo mismo...! No se puede, viejo, así no se puede, siempre lo mismo, no tenés un minuto de paz, ni un minuto de paz, la verd...».

Y siguió en ese tono, y las palabras cada vez decían menos, y transmitían más, y una fuerza enorme aplastaba todo, y un sopor oscuro empezaba a nublarle la visión, el alma misma. Pero entonces, casi como en las películas —en las novelas—, una ráfaga de viento gélido y puro lo devolvió a la realidad, y encontró la fuerza para levantar la cabeza y mirar al monstruo a los ojos; para ponerse de pie y agarrar el arpón, y a la vez que la rabia le inflamaba la linfa, apuntó, y disparó:
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«Soy tu padre. Yo te creé, yo te inventé, yo te construí y te di vida. Lo hice en un minuto, sin mucho esfuerzo. Apenas una erección y una eyaculación: nada. Soy tu dios. Me tenés que respetar. No me podés hablar así. ¡Rendime pleitesía, carajo! —su mano se crispó, inadvertida e inesperadamente, sobre la Luger, que sacó del cajón y empezó a sacudir en el aire, mientras gesticulaba y elevaba cada vez más la voz— ¡Yo te di la vida y te la puedo quitar! ¡Me vas a respetar! ¡Respetame!»

Un arranque de tos cortó la escalada. El viejo veía todo rojo. En su mano izquierda, la pistola; en la derecha, aún el tubo del teléfono. Del otro lado, su hija lloraba.
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«¡Papá...! ¡Papá...!», decía, entre llantos y cualquier otra cosa, Regina. Tenía bronca y pena, sentía lástima, y culpa, pero también una excitación ardiente, una bronca sofocante. Sentía rabia, pero ella no lo sabía. Sus palabras, que intentaban sin lograrlo ser gritos, sonaban de cualquier manera. No importaba: del otro lado, nadie escuchaba.

Cuando el ataque de tos amainó (o, más bien, fue abatido violentamente por las puntadas de la ciática) tenía todavía la Parabellum en la zurda, y el tubo en la diestra. Todo estaba al revés. Tomó un sorbo de aire viciado de tabaco y angustia, y quiso recomponerse. Por un segundo, fue él mismo, todo volvió a su lugar, todo a foja cero. Entonces, sin quererlo, sin poder tampoco evitarlo, vio la hoja en la máquina: «Un hombre puede volverse malo en un segundo». Entonces recordó su intención original, dónde había empezado toda esta letanía.
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«Perdoname, Regina, hijita. Estoy cansado y no sé lo que digo. No llores más, calmate», dijo el viejo, y su voz fue débil, rasposa y sibilante aunque él haya intentado hacerla tranquila y dulce, consoladora, de padre.

«Me tenés podrida», fue toda la respuesta de la joven. Luego, un chasquido lejano y el consabido tono de la línea indicaron al viejo que, indefectiblemente, estaba solo.
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Estuvo apoltronado en silencio, inmóvil, quién sabe cuánto tiempo, con el tubo todavía en la mano. No pensaba en nada. Pensaba que debía pensar en algo: en lo que había pasado, en lo que iba a pasar, en la angustia, la soledad, la rabia, la ballena, algo, pero no podía pensar en nada, veía todo más negro que nunca. Muchos que en ese mismo momento cerraban los ojos con fuerza para dejar de ver, de pensar, lo habrían envidiado, pero él no sabía nada de eso, estaba vacío hasta de pensamientos.

Colgó el teléfono, se sirvió un escocés cargado, prendió un pucho que dejó después de la primera calada en el cenicero, sacó la Luger, la puso junto a la máquina, y miró fijo el papel. Se dio cuenta (al menos creyó darse cuenta) de que estaba empezando todo de nuevo. Escribió de nuevo, pero esta vez, no acariciaba, cortaba:
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«No se puede preguntar al polvo. No tiene respuestas, o se las guarda, que es lo mismo. Ni siquiera sirven las preguntas. Hombre, actuarás sin preguntar, sin emitir palabra, sin lugar para arrepentirte, sin un solo pensamiento. Serás una fuerza de la naturaleza; serás azar, impulso, crimen. Segundo tras segundo. Un martillo inexorable hará trizas tu pasado, y lo hará de inmediato, apenas saques un pie para ponerlo en el presente. La sombra del martillo te condena a vivir en el hoy. Sos un animal que nace con las primeras luces del día y muere en cuanto cae la noche, día tras día, en un círculo interminable.»

Interminable. El viejo tomó un trago y paladeó esa palabra. Interminable. Un animal salvaje que se siente acorralado. Interminable. El capitán Ahab dispuesto a matar aunque en ello apueste su propia vida. Interminable. La Luger, silenciosa compañera y llave maestra. Interminable. El índice hace presión sobre el gatillo.

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