La de la última vez no la podía hacer más, estaba requemada. La anterior, tampoco. Se estaba quedando sin argumentos, sin herramientas, sin nada. Sin coartadas tampoco. No se le ocurría nada, tenía la cabeza llena de humo.
Romina había sido clara: «Ni te aparezcas por acá». Matías había tratado de ablandarla, de sobarle el lomo, de elogiarle esto o aquello, de endulzarle la oreja con palabras baratas. Ella no había picado. Hacía rato que era inmune a él, a su labia provinciana y lustrosa, a sus intentos vanos. Se estaba secando Romina, como la tierra y todo lo demás. Puso en marcha el auto.
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Conocía la ruta y el camino de memoria. Absorto en opacos pensamientos, ni la radio prendió. Romina tenía razón. No, no podía tener razón. Estaba jodido. Siempre que llovió paró, sí. Y siempre volvió a llover. Menos ahora. Ahora no. Seco todo, toda seca. La puta madre.
Rebuscó en el bolsillo y sacó un cigarrillo arrugado. Hizo una contorsión fastidiosa para sacar el encendedor del bolsillo del jean. Logró sacarlo, no sin hacerlo caer. La puta madre. Se estiró como pudo y tanteó. Nada. Miró de reojo y lo vio. Se estiró de nuevo, lo agarró y, cuando se incorporó nuevamente, entre el infinito resplandor del sol inclemente, vio el bulto. Clavó los frenos y —por reflejo— cerró lo ojos un segundo: la suerte estaba echada. Sintió el golpe y apretó fuerte el volante y los pedales. El auto, finalmente, se clavó.
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Abrió la puerta y se quedó así, sin atinar a bajar, sin decidirse a seguir. En la mano derecha seguía sosteniendo el encendedor: lo revoleó lejos, entre los yuyos del costado de la ruta.
Sobre el asfalto cuarteado, blanco de sol, la espalda de un hombre con el resto del cuerpo en una posición imposible. Sangre en la camisa y en el guardabarros. No se movía. La puta madre. Matías se acercó. Antes de agacharse, miró para todos lados; después se inclinó junto al cuerpo y el calor del asfalto le quemó la rodilla derecha a través del jean. Le vio la cara: era Ordóñez, irremediablemente muerto. Si no fuera porque acababa de pisarlo él, tal vez hasta se habría alegrado.
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Lo agarró de la camisa y lo arrastró hasta la banquina. Pesaba como la vida que no tenía. Lo dejó entre unos pastos crecidos, no oculto, pero tampoco a la vista. Tal vez los camioneros no lo vieran hasta que el sol lo hubiera devorado. Imposible. ¿Qué hacía Ordoñez al rayo del sol cruzando la ruta? En el asfalto, una mancha negra parecía llevar ahí años enteros. Sacó el bidón de agua y limpió el guardabarros y el paragolpes. También la mancha, que cedió solo en parte.
Volvió a mirar a ambos lados. Nadie. Claro, a esta hora... Se subió al auto. Agarró la manija. Se levantó masticando una puteada. Con quirúrgicos movimientos, fue hasta los yuyos y agarró el encendedor sin buscarlo, como si hubiera sabido exactamente dónde estaba. Prendió el cigarrillo. Guardó el encendedor en el bolsillo. Lo sacó: mejor, en el bolsillo no. Subió al coche, agarró la manija y cerró la puerta con bronca. El calor entre las chapas era mortal. Dejó el encendedor en el asiento y arrancó.
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Ordóñez, quién lo diría. La deuda ya era inmanejable, y el tipo la había apretado hasta a Romina. Esa había sido, tal vez, la gota que había colmado el vaso. O no, porque ya hacía rato que estaba harta de Matías.
Pero iba a recibirlo otra vez. Una parte de los problemas de los dos acababa de morir en la ruta y, si los caranchos y las comadrejas se ocupaban del fiambre, él iba a conseguir laburo fijo y se dejaría de macanas. Estaba decidido. Paró en la estación de servicio. Tenía que cargar nafta y necesitaba con urgencia ir al baño. Algo se le había aflojado adentro. Pidió la llave, entró al cubículo e hizo lo suyo con eficiencia. Por suerte fue rápido: al salir, vio de lejos cómo el playero examinaba la trompa de su auto.
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—¡Lindo palo le diste, ¿eh?! —dice el flaco, fascinado.
—Se... Viste cómo es... —dice Matías, sopesando las palabras, a mil por hora. El flaco lo había tomado por sorpresa.
—¿Un perro? —dice el flaco, realmente interesado. Mira el auto, pero piensa en él: mirá si un día, que viene pisteando con la moto, se le cruza uno.
—Un perro, sí... Sí... —dice Matías, aliviado. La puta madre—. Ponele 20, por favor —dice, ligerito, antes de que el flaco pueda verbalizar lo que es evidente que le ronda la cabeza.
Terminado el asunto, se sube al auto (después de haber pagado y haber dejado una generosa propina), saca un pucho, agarra el encendedor, lo enciende, mira el cartel de «Prohibido fumar», se caga en él, prende el cigarrillo, cala profundo, echa el humo con ruido. Tira el encendedor en el asiento y da arranque. Nada. Ahogado completamente.
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Prueba una vez, y otra más. No hay caso. Saca la llave del arranque, empuja la manija caliente de la puerta, sale. Abre el capó. El playero, desde lejos, mientras carga nafta en una camioneta, lo mira fijo. Se señala un cigarrillo imaginario y le hace que no con el dedo. Matías, a desgano, tira el cigarro al suelo y lo aplasta. Fuerte. Mira el motor, la batería, las mangueras de goma negra, un amasijo de metal y plástico, pero los oídos lo llevan a la conversación del playero con alguien más. Un policía, parado entre el móvil y el surtidor, que espera que el flaco termine de cargar:
—Allá atrás, a la altura del kilómetro 13, apareció un fiambre. Al costado de la ruta, lo encontró un camionero. Parece que el tipo se venía meando y paró justo ahí a aliviarse. ¡Qué suerte, ¿no?!
—Uh, no me la contés —dice el flaco, interesado. La vida es tan monótona a veces.
—Y no sabés. Ahora vamos nosotros a ver, y también hay una ambulancia en camino, y parece que hasta los bomberos de General Vedia. Un quilombo padre. Y no es para menos: es que ya lo identificaron. Ordóñez, justo. ¡Tomá mate!
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