Pobre muchacho...

A estos cuatro, la noticia los tomó por una exagerada sorpresa. Al resto, la sorpresa lógica, la de siempre. Pero a estos cuatro, un poco más. Y todos, sin saberlo, reaccionaron a la llamada de la misma manera, con la misma incredulidad y exagerada sorpresa, y pasaron en seguida al mismo lugar.

Pero eso lo supieron después, porque, cuando recibieron la llamada, cada uno estaba en lo suyo, haciendo algo distinto. Coincidían, eso sí, en que ninguno esperaba que le fueran a decir que había muerto Culleari.

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Habían hablado con alguien que se identificó como la mujer de Carlos Culleari. Era imposible pensar que Carlitos, más conocido —a su pesar— como Culo, aquel compañero de toda la primaria en la escuela 18 de Villa Crespo, se hubiera casado. Casi era más difícil de procesar eso que el hecho de que su mujer ya fuese una viuda.

La mujer los citó en una cochera de Flores que funcionaba como sala velatoria. Olía a café recalentado y flores marchitas. Se reconocieron de inmediato. Habían pasado más de treinta años y, lógicamente, habían cambiado. Sebastián Lococco estaba pelado. Walter Perea tenía una barba inverosímil. El Gordo Gómez seguía gordo, pero había ganado cierta distinción. Damián Bestard estaba flaco y rechupado. Pero, de alguna manera, seguían siendo los mismos.

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De a uno, a medida que llegaron y se fueron encontrando, se fueron poniendo al día con las preguntas de rigor, que cómo andás, que qué hacés, y esas cosas. Todo en el medio del velo de la muerte, la oscuridad del llanto de los desconocidos, las risas nerviosas y apagadas, y el ruido de fondo de un bar cercano. Todos pensaron que estaban bastante bien, comparado con los otros, pero ninguno dijo nada.

Eventualmente el asunto fue Culo, y el llamado, y la viuda de Culo, que nadie sabía quién era. El movimiento hacía suponer que era «esa», pero ninguno lo sabía. El gordo dijo que podían ir los cuatro juntos a darle el pésame, que era más fácil. Todos se dieron cuenta de que era una actitud un tanto infantil, pero a todos les pareció bien, y nadie dijo nada. Entonces «el loco» Lococco preguntó lo obvio: ¿Qué onda que de repente esta mina tenga nuestros números, y nos llame para que vengamos a despedirlo a Culo, después de tantos años?

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